La última fiebre del sábado noche en Estados Unidos son las discotecas silenciosas, donde cada cliente baila al ritmo que ha elegido en sus auriculares, en una exhibición de folclore de última hora, descoordinado y arrítmico, como la sociedad misma, en mitad de una pista con pinta de broma coreográfica
La última fiebre del sábado noche en Estados Unidos son las discotecas silenciosas, con aires de cartuja o tanatorio, locales de baile donde no se oye ni una sola mosca. El truco, unos sencillos auriculares inalámbricos que sintonizan distintas frecuencias, según los gustos del cliente, para que los Tony Manero y compañía bailen sin ruido, en una exhibición de folclore de última hora, descoordinado y arrítmicio, como la sociedad misma, en mitad de una pista con pinta de broma coreográfica (1).
En 1924, un domenico, Ferdinand-Antonin Vuillermet, publicó, según recoge Quim Monzó en La Vanguardia, Les catholiques et les danses nouvelles, un repaso por los bailes de moda de los felices veinte: "El tango, inmundo; el foxtrot, cínico; la java, soez; el chotis, provocador; el shimmy y el blue, chochez y baile de san Vito. Todos ellos hacen pensar en los vividores, los nuevos ricos ignorantes, los salvajes..." (2).
Sin cavilar demasiado en el sambenito que le hubiera caído en gracia al twerking, entramos en territorio Youtuber, donde el músico holandés Paul Davids ha sido acusado de plagiar su propio tema, un percance que le ha valido, a pesar de todo, para que el clip en cuestión supere ya las 200.000 visualizaciones (3).
También esto pasará, tituló Milena Busquets valiéndose de un cuento chino."Ya somos el olvido que seremos", versó Borges. Ahora, una biografía recupera la memoria de los García, "la saga andaluza que revolucionó la ópera" en pleno siglo XIX (4). Manuel García, hijo de un zapatero sevillano, llegó a convertirse en el tenor predilecto de Rossini, interpretando a Almaviva en El barbero de Sevilla, justo antes de ser el pionero en exportar la ópera a Estados Unidos. Su hijo, Manuel Patricio, continuó su legado, creando uno de los mejores tratados de didáctica del canto de la época, inventando el laringoscopio y erigiéndose como uno de los fundadores de la otorrinolaringología moderna. Finalmente la nieta, Pauline Viardot, fue musa de Chopin e inspiración de su amante, la escritora George Sand, en la novela Consuelo, además de enamorar locamente al escritor ruso Iván Turguéniev.
Por la misma época, otro virtuoso del piano, también amigo de Chopin, el compositor húngaro Franz List, romántico hasta la médula, vivió un auténtico tormento por culpa de un amor prohibido con Carolyne Sayn-Wittgenstein, casada con el príncipe Nikolaus zy Sayn-Wittgenstein-Ludwigsburg. Hay algo de familiar entre tanto apellido longevo y es que Carolyne, tal y como rescata Rubén Amón en El País (5), fue ni más ni menos que una antepasada de Corinna, la amiga del rey emérito, la protagonista de las filtraciones que tienen en jaque a la corona, víctima de su infrarrealismo de Casa Real.
El culebrón, digno de un Deluxe con polígrafo, coincide con una efémeride, los cincuenta años del triunfo de Julio Iglesias en Benidorm (la Uno de Televisión Española lo conmemora con un Lazos de Sangre, ese programa que hay que ver con muñeca flamenca y relicario, y que se ha convertido en lo más visto de la noche de los jueves).
"Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto", introduciría Joaquín Sabina al compás de su himno bifurcado a pachas con Enrique Urquijo. Inauguraba la décima edición del festival un por entonces novato Julio Iglesias, de punta en blanco y sin bolsillos, para impedir que cayera en la tentación de esconder sus manos sobre el escenario de una plaza de toros repleta hasta los bordes, "tipismo y cosmopolitismo" a partes iguales. Entre galán y pasmarote, el cantante era un niño bien, hijo de un ginecólogo, exguardameta prometedor de la cantera merengue que había visto truncada su carrera de abogado por un accidente de tráfico que le dejó temporalmente semiparalítico. El drama funcionó como la mejor de las propagandas. La canción, con letra de escuela estoica, decía: La vida sigue igual (6).
"Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto", introduciría Joaquín Sabina al compás de su himno bifurcado a pachas con Enrique Urquijo. Inauguraba la décima edición del festival un por entonces novato Julio Iglesias, de punta en blanco y sin bolsillos, para impedir que cayera en la tentación de esconder sus manos sobre el escenario de una plaza de toros repleta hasta los bordes, "tipismo y cosmopolitismo" a partes iguales. Entre galán y pasmarote, el cantante era un niño bien, hijo de un ginecólogo, exguardameta prometedor de la cantera merengue que había visto truncada su carrera de abogado por un accidente de tráfico que le dejó temporalmente semiparalítico. El drama funcionó como la mejor de las propagandas. La canción, con letra de escuela estoica, decía: La vida sigue igual (6).
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