Don Iniesta de la Mancha




Iniesta nos hace un Marco Polo. Se nos va Andrés, Don Andrés, manchego de escasa crin, último eslabón de una estirpe de futbolistas alopécicos que hicieron del fútbol un noble arte sin necesidad de tinta en la piel. El de Fuentealbilla, bodeguero a ratos, emigra a desfacer entuertos a los campos chinos mientras el balompié occidental extravía quilates. Solo una vez vimos a Iniesta postular a la farándula, fue en un Mundial de Clubes, se probó una cresta, al más puro estilo mohicano, pero él siempre fue uno de los nuestros, "un rostro pálido" en mitad de un wéstern, y en su look cualquier artificio chirriaba como una prótesis. Si fuera una película, Andrés sería el El hombre tranquilo de John Ford, un temple que le ha llevado a perder algún Balón de Oro por el camino pero también a ser el único hombre, que junto al cheque bebé, contribuyó a remontar la natalidad nacional a iniestazo limpio. Se nos va Andrés, Don Andrés, el jugador que provocó un brote psicótico en Camacho, y nos lega un puñado de cromos entre ceja y ceja, el más icónico, tal vez, la imagen de los cinco zagueros de la azurra jugando al corro de la patata como hipnotizados por la magia del genio de Fuentealbilla. Desde Chanquete, la parroquia no sufría tanto. Stamford Bridge guarda un minuto de alivio. Se va Iniesta, entre la honradez del mito que acepta sus límites y la humanidad del futbolista seducido por un talonario abundante en yuans. Se va Andrés, después de una renovación vitalicia que se ha hecho breve y se agolpan las preguntas, en una rueda de prensa que contiene trazas de réquiem. Se despide el manchego, y un escalofrío, como una premonición, recorre la medular del Barça.


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